La Cosecha de los Dioses: Sobre la Eucaristía y las Prácticas Espirituales Agrícolas de la Antigüedad

Un viaje desde los ritos agrarios de la Antigüedad hasta la Eucaristía cristiana, explorando cómo la comunión con la divinidad a través del pan y el vino refleja la búsqueda eterna de lo sagrado en la vida humana.ción de la publicación.

2/22/20243 min read

Algunos hábitos de los hombres han perdurado más allá de las eras y los cambios de dioses. Así, por ejemplo, la antigua necesidad de dar gracias por el pan y el vino ha llegado, bajo múltiples formas, hasta nuestros días. Imagino que en tiempos remotos un hombre, hambriento tras semanas de sembrar y cosechar, se arrodilló ante una espiga dorada y sintió por primera vez la presencia de algo divino. Era su labor, su esperanza, su sustento, y al mismo tiempo, un misterio que rebasaba los límites de su comprensión. Aquel hombre, que quizás no había visto más que su parcela y su familia, se inclinó, masticó el pan con respeto y bebió la cerveza o el vino que había fermentado, convencido de que aquel simple acto lo unía a los ritmos secretos de la tierra y de los dioses que la habitaban.

En la Antigüedad, el pan y el vino –el grano y la uva– eran algo más que comida. No sólo se les reconocía el papel vital de alimentar a la comunidad; se les veneraba como manifestaciones de divinidades: el pan era el cuerpo de la diosa del grano, y el vino, la sangre de algún dios embriagador, como Dionisio. Así, aquellos antiguos hombres y mujeres celebraban festivales en que el vino fluía y el pan se distribuía, porque en esa ceremonia se convertían, aunque fuera brevemente, en partícipes de la misma esencia divina.

Los Misterios de Eleusis y el culto de Dionisio son dos ejemplos particularmente interesantes. En Eleusis, los iniciados bebían el kykeon, una mezcla de cebada y menta, que prometía una visión mística de la naturaleza cíclica de la vida y la muerte. No era un simple elixir, sino una poción que unía a los hombres con los dioses y revelaba, según se decía, los secretos del inframundo y el renacimiento. En el culto de Dionisio, el vino representaba la sangre del dios, una sangre que al beberla permitía a sus fieles entrar en un estado de éxtasis, de comunión. Los seguidores de Mitra también compartían una comida ritual: el pan y el vino se consumían en banquetes donde, en un sutil paralelismo con los rituales cristianos que vendrían después, el dios se hacía presente en la comida.

¿Qué habría pensado aquel campesino pagano, si al asomarse a una ceremonia cristiana hubiera visto que el pan y el vino, consumidos con idéntica reverencia, se consideraban ahora el cuerpo y la sangre de otro dios? Quizás habría intuido que, aunque cambiasen los nombres y las historias, la misma fuerza sagrada residía en aquellos alimentos. Para él, el ciclo de la cosecha, de la siembra, de la vida y la muerte de la semilla que renace, estaba en el centro de lo sagrado. La Eucaristía, entonces, no sería una práctica extraña, sino una continuidad con el acto primigenio: tomar de la tierra aquello que la divinidad otorga y devolverlo en un gesto de comunión.

Nosotros, quienes leemos de estos antiguos cultos, debemos suponer que en cada uno de estos ritos había algo más profundo que la mera superstición. Quizás aquellos dioses de la tierra, que se inmolaban en cada cosecha y resucitaban en la primavera, fueron, en algún sentido, el verdadero germen de lo que siglos después llamaríamos "sacramentos". En la Eucaristía, se renueva un antiguo pacto entre la tierra y el hombre, un pacto que dice, entre palabras no dichas, que somos parte de un ciclo eterno, como el grano que renace en el campo.

¿O será, acaso, que en este proceso incesante, lo único eterno es el hambre de lo divino?